Debates > El canon de la música no es ajeno a la lectura: se supone que la música es un lenguaje y se supone que quienes la saben leer y escribir la “entienden”. Sin embargo, millones de personas que no saben leerla la escuchan, la tocan y hasta la componen. ¿Qué es entonces entender la música?
“Toque esto –dijo, abriendo un libro de sonatas de Beethoven. Era el adagio de la sonata quasi una fantasia.” La conversación entre la joven terrateniente Maria Alexandrovna y Serguei Mijailovich, administrador de sus campos, tiene lugar en el relato La novela del matrimonio, de León Tolstoi. Serguei se retira a un rincón de la sala, con un vaso de té en la mano, y ella relata: “Temía el juicio de Serguei Mijailovich, pues me constaba que le gustaba la música y la entendía. El adagio estaba en consonancia con los recuerdos que provocara en mí la charla durante el té y, al parecer, lo interpreté bastante bien. Y entonces él dijo: ‘Me parece que entiende la música’”.
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La escena puede ligarse con otras tres. En una de ellas, dos hombres dialogan en un café del centro de Buenos Aires. Uno dice: “Yo no entiendo nada de música pero la versión de Arrau me gusta mucho más que la de Pollini”. Incidentalmente, también en este caso se habla de sonatas de Beethoven. Una segunda escena sucede en la televisión. Un canal cultural transmite un programa especial dedicado al cellista Yo-Yo Ma. Y el músico habla de la emoción que se siente “cuando se entiende la música”. Y dice: “La música codifica lo que se tiene dentro”. En la última escena, en un vagón de tren, un hombre toca el bandoneón. Un joven, que lleva un cello apoyado en el piso, lo felicita. Conversan. El hombre le pregunta: “Estudiás por música, ¿no?”
En todos estos casos aparecen algunos elementos en común. En primer lugar, hay un dato insoslayable y es el grado de cotidianidad que tiene la música. En segundo, en todos ellos se hace referencia, de una u otra manera, a qué es “entender” música. Pero en el último de ellos aparece otro dato a tener en cuenta. La expresión “aprender por música”, aunque ya no tan corriente como en otra época, encierra una contradicción que, sin embargo, no es percibida como tal. ¿Cómo podría aprenderse música de una manera que no fuera “por música”? ¿Sería posible un músico que no tocara “por música”? Obviamente, por música aquí quiere decir otra cosa y se refiere, exclusivamente, a la lectura de partituras escritas con el sistema convencional de tradición europea. Algo similar a lo que se desprende de lo aparecido en un diario donde, al referirse a un cantante y autor de canciones, se decía “compuso más de quinientas canciones sin saber nada de música”. ¿Podrían componerse canciones sin, por lo menos, saber componer canciones, lo que, sin duda, es un saber musical? Mientras que una proporción de la música tocada y escuchada en la actualidad cercana al 90 por ciento no utiliza partituras y el 78 por ciento del consumo discográfico mundial corresponde a géneros identificados por el mercado como “populares”, en el sentido común permanece la identificación de la música con una música en particular, la llamada “clásica”, y de su entendimiento con el dominio de su lecto-escritura. El sistema escolar opera en la misma dirección. Saber música es saber acerca de música clásica y aprender música significa aprender el sistema europeo de notación tradicional. Es decir: una mayoría abrumadora de quienes hacen, escuchan y disfrutan la música creen que no saben música y miden su relación con el objeto a partir de un modelo –el de la música clásica– que, en casi todos los casos, está absolutamente ausente de sus vidas.
¿Qué es entender música? ¿Qué es escuchar? ¿Todos escuchan lo mismo y todo se escucha de la misma manera? Quienes bailan música tropical en un local del Gran Buenos Aires y quienes están abonados al Teatro Colón, ¿se refieren a lo mismo cuando se refieren a la música? ¿Se puede hablar de música o todo lo que aparentemente se diga sobre ella se estará diciendo, en realidad, sobre otras cosas que ya fueron dichas acerca de la música? Casi todo lo que se sabe –o se cree que se sabe– sobre música admite revisiones. Incluso su propia definición y la noción más extendida en el sentido común acerca de que se trata de un lenguaje que transmite sentimientos. Es posible que en el origen de un hecho musical haya sentimientos; y es posible que en su punto de llegada –quien escucha, en el momento en que escucha o, incluso, cuando recuerda lo escuchado– también los haya. Podría decirse, por lo tanto, que la música es un lenguaje, una cierta codificación de sentimientos, que se transmiten desde un punto a otro de una cierta cadena comunicativa. Pero los sentimientos del punto de partida pueden o no ser los mismos que los del punto de llegada. No existe ningún grado de certeza, ni de control, ni siquiera de sospecha, acerca de que, por ejemplo, la tristeza del compositor (¿tristeza sentida en el momento de componer o, tal vez, una tristeza imaginada, a partir de una tristeza real y pasada o de ninguna tristeza en particular?) sea la misma que la del receptor. Y existe la posibilidad, desde ya, de que esa música originada en una tristeza infinita provoque alegría y gozo en quien escucha –incluso la alegría de sentir tristeza a partir de una obra de arte–. Si los lenguajes codifican y transmiten y la música es un lenguaje, la pregunta entonces es qué transmite, e incluso, si existe siquiera alguna clase de transmisión o se trata apenas de un conjunto de estímulos que diferentes oyentes, con distintas cargas culturales, escucharán de diferentes maneras. En la escucha ¿hay decodificación o traducción?
Los compositores y gran parte de los teóricos tienden a pensar a la música como algo abstracto; como “un significante que sólo porta significante”, para citar el mal juego de palabras de Pierre Boulez. Sin embargo, quienes escuchan –y a veces ellos mismos cuando están en situación de escucha– creen en alguna clase de significado. En una transmisión de sentimientos. Esa creencia, ilusoria o no, es la que sostiene la escucha. En las notas de programas de concierto o en algunos ensayos musicológicos se sostiene que la música es su lenguaje y que quienes más la disfrutan son aquellos capaces de comprender –de escuchar– los procedimientos a los que los compositores someten sus materiales. Sin embargo, la mayoría de quienes escuchan y disfrutan la música no distinguen esos procedimientos, aunque sí, muchas veces, sus efectos. Quien escucha no puede nombrar esas relaciones significantes, es más, cree que “no sabe música” pero, en cambio, distingue repeticiones y variaciones, distintas instrumentaciones, aceleramientos y detenciones, texturas densas o transparentes, y muchas otras variables que los compositores –aun los compositores sin partitura, como Yupanqui, Dylan o Bola de Nieve– lograron con un trabajo secreto. Tal vez se trate, simplemente, de una nueva encarnación de la caverna de Platón y la verdad esté circunscripta a un mundo ideal. Quizá, cuando se escucha música, la música, inasible por naturaleza, no se escucha. Quizá sólo sea posible escuchar, en lugar de la música, su copia sensible. Esa música que cada uno, con sus ideologías conscientes e inconscientes, con su historia individual y social, crea a partir de lo que escucha.
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