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Erdosain se aprieta la cara con las manos. De tal manera como si quisiera exprimir de su carne un grito que no puede articular su garganta.
La angustia se cierne sobre él semejante alas nubaredas de las grandes chimeneas en los cielos de los poblados industriales. Cuando piensa que su corazón puede estallar en fragmentos un sentimiento de consuelo alivia su martirio. La muerte no es terrible. Es un descanso amoroso, tierno, mullido. Ahora sabe lo que es la muerte. Descansará siempre y su carne se volatilizará en el silencio de la gusanera...
-¿Y el sol?-implora su alma-¿El sol de la noche? Erdosain atisba en el misterio. Sabe perfectamente que existe una fiesta. La fiesta se desenvuelve silenciosamente en la superficie del sol de la noche. ¿Qué es el sol de la noche? No lo sabe, pero se encuentra en algún rincón de trayectoria helada, más allá de los planetas de color y de las vegetaciones retorcidas, de los árboles con deseo.
Crestas puntiagudas de ciudades modernas, cemento, hierro, cristal, enturbian un momento la quietud de Erdosain. Es el recuerdo terrestre. Pero él quiere escaparse de las prisiones de cemento, hierro y cristal, más cargadas que condensadores de cargas eléctricas. Las jazzbands chillan y serruchan el aire de ozono de las grandes ciudades. Son conciertos de monos humanos que se queman el trasero. Erdosain piensa con terror en las "cocottes" que ganan cinco mil dólares semanales, y en los hombres que tienen atravesados los maxilares por dolores tetánicos. Erdosain quiere escaparse de la civilización; dormir en el sol de la noche, que gira siniestro y silencioso al final de un viaje, cuyos boletos vende la muerte.
Se imagina con avidez una frescura nocturna, quizá cargada de rocío. Él podría avanzar llorando su terrible dolor, pedir clemencia.
Quizás alguien en el confín del mundo lo recibiera haciéndolo recostar en una alcoba oscura. Dormitaría hasta que se le hubiera evaporado de las venas el veneno de la locura. Sería una casa grande aquélla, una única casa en el confín del mundo. Frente a la puerta, una mujer alta y fina, sin decir palabra, con un gesto lo invitaría a entrar. Nadie le preguntaría nada. Él se tendería en la cama a llorar, sin vergüenza alguna. Entonces podría llorar dos días con dos noches. Primero serían lágrimas lentas; se taparía la cabeza con la almohada y sollozaría fuertemente, y cuando tuviera en el pecho la sensación de que los pulmones se le habían vaciado de sollozos, nuevamente lloraría. La mujer alta y fina permanecería de pie junto a la cama, mas no le diría una palabra.
Una tiniebla altísima guillotina el sueño de Erdosain. Es inútil. Las casas son terrestres, las mujeres altas y finas son terrestres, lámparas de cincuenta bujías iluminan todos los semblantes, y aún, no ha sido fabricado el lecho de la compasión.
Como un cerdo que hociquea la empalizada de su pocilga para escapar del matadero, Erdosain golpea mentalmente cada leño de la empalizada espantosa del mundo que, aunque tiene leguas de circunferencia, es más estrecha que el chiquero bestial.
No puede escaparse. De un costado está la cárcel. Del otro el manicomio.
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Roberto Arlt, de Los lanzallamas
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