Siempre me acuerdo de los ojos de Nicolás cuando me acuerdo que está muerto. No muy grandes, de color violeta al sol; partículas de oro nadaban en ellos más o menos visibles siguiendo la intensidad de la luz. En el centro, la pupila negra, la entrada de una gruta en la que siempre hacía sombra. Las pestañas los rodeaban y los protegían cuidadosamente contra él polvo y el sol demasiado vivo. Y esos ojos servían a Nicolás para ver. De noche, los cerraba para dormir. Volvía a abrirlos por la mañana y se servía de ellos todo el día. Una dulce humedad impregnaba su superficie y las pupilas se deslizaban tan naturalmente que jamás Nicolás sospechaba que hubiera podido sentirlas. Desde lo alto de la terraza, Nicolás podía ver con esos ojos todo el valle del Rissole y, al mismo tiempo, el cielo que lo recubría. Asimismo, pudo ver los ojos de Luce y su inmensa boca acercarse a la suya. Hasta el último minuto, sus ojos han visto. La última vez, fueron dos rieles brillantes que se inscribieron en la gruta sombría.
Ahora, están en el ataúd con todo el resto, con los pies, los cabellos. Nicolás los ha matado. Por ellos, el día inundaba a Nicolás, la alegría, el amor también. Sus ojos eran más que Nicolás. Tal vez no debieron haberle dado a él semejantes ojos, a él que los ha matado.
Marguerite Duras, de La vida tranquila
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