El descubrimiento de esta sustancia -la dietilamida del ácido lisérgico- se produjo de modo no enteramente casual pero sí imprevisto, en 1943, dentro de las investigaciones que A. Hofmann proseguía sobre los alcaloides del hongo llamado cornezuelo o ergot, tras haber hecho notables descubrimientos para la prevención de hemorragias posparto. Hofmann buscaba un estimulante circulatorio y respiratorio cuando absorbió sin querer (probablemente por vía cutánea) un compuesto que tenía clasificado con el número 25 desde años atrás. Las extrañas reacciones subjetivas le decidieron a hacer un auto ensayo, usando cantidades ridículamente pequeñas, con la pretensión de quedar a cubierto de cualquier eventualidad. Para ser exactos, empleó 0,25 miligramos (250 millonésimas de gramo o gammas) diluidas en agua, y una hora más tarde estaba inmerso en una enorme excursión psíquica, donde la hilaridad irreprimible se combinaba con agudas aprensiones. Había tomado dos veces y media la dosis estándar. La historia posterior de la LSD se ha contado a menudo. Tras seducir a neurólogos y psiquiatras del mundo entero desde 1950 -hasta el extremo de que en 1960 había más de mil comunicaciones científicas y monografías publicadas sobre la sustancia-, un conglomerado de factores precipitó su irrupción masiva en la calle. En semanas pasó de ser el más prometedor hallazgo a «amenaza número uno de América», y de dúctil medicamento a droga sin ninguna utilidad terapéutica. Hasta hace unos veinte años fabricar LSD resultaba relativamente caro y expuesto a estorbos, pues el principal precursor químico -la ergotamina- dependía necesariamente del ergot. Pero se ha descubierto un modo de multiplicar el hongo en tanques de fermentación, a muy bajo precio, y hoy es sencillo producir toneladas de ergotamina sin necesidad de recurrir a cereal parasitizado. De ahí que un kilo de LSD (10.000.000 de dosis estándar) venga a costar aproximadamente seis millones de pesetas. Si no hay ahora en el mercado negro grandes partidas de producto barato y muy puro es por razones extrafinancieras, ligadas finalmente al cambio de valores y actitudes que se produce desde mediados de los años setenta. Con todo, algunos sondeos indican que los sustitutos actuales -la psiquedelia de diseño y cultivos domésticos de hongos psilocibios- no han borrado el recuerdo de la LSD; al contrario, vuelve a haber interés en la calle, y psicoterapeutas de todo el mundo reclaman con insistencia creciente que se levanten las restricciones a su empleo médico y científico. Por otra parte, los pequeños círculos donde ha seguido consumiéndose LSD aprendieron la lección de los años sesenta, y lo hacen actualmente con cautela. Hoy es raro encontrar en el mercado negro la sustancia en unidades que contengan más de 50 gammas, y hace veinte años la cantidad media rondaba las 200. Pero si en el futuro se produjera un fenómeno remotamente parecido al de los años sesenta, la extraordinaria baratura de esta droga -sumada a sus específicas propiedades (en el espacio ocupado por un décimo de gramo caben mil dosis)- pondrían en grave aprieto a la policía de estupefacientes. I. Las propiedades farmacológicas de la LSD lindan con lo pasmoso. Una mota prácticamente invisible produce lo que el psiquiatra W. A. Stoll definió como «experiencia de inimaginable intensidad». La dosis activa mínima en humanos es inferior a 0,001 miligramos por kilo de peso. La dosis letal no se ha alcanzado. Sabemos, sin embargo, que el margen de seguridad alcanza por lo menos valores de 1 a 650, y que probablemente se extiende bastante más allá, cosa sin remoto paralelo en todo el campo psicofarmacológico. El factor de tolerancia no existe, pues quien pretenda mantener sus efectos con dosis sucesivas se hace totalmente insensible en una decena de días, incluso usando cantidades gigantescas. La metabolización acontece también en un tiempo récord (dos horas), comparada con la de cualquier otro compuesto psicoactivo; 1as constantes vitales no se ven prácticamente afectadas. Para una persona que pese entre 50 y 70 kilos, una dosis de 0,02 miligramos (20 gammas o millonésimas de gramo) produce ya una notable estimulación y claridad de ideas, aunque no modificaciones sensoriales. La dosis estándar es de 0,10 miligramos (100 gammas), y prolonga su acción entre 6 y 8 horas, desplegando ya algunos efectos visionarios. A partir de 0,30 miligramos (300 gammas) comienzan las dosis altas, que pueden prolongar su acción 10 o 12 horas. Si la mescalina guarda un estrecho parentesco con el neurotransmisor norepinefrina (noradrenalina), la LSD presenta analogías estructurales con el neurotransmisor serotonina, al que se atribuyen regulación de la temperatura, percepción sensorial e iniciación del reposo nocturno. A finales de los años sesenta aparecieron informaciones muy publicitadas sobre efectos teratógenos (creadores de anomalías congénitas) y hasta cancerígenos de la droga. En tono menor, se dijo también que producía «alteraciones» cromosomáticas, de alcance indeterminado. Pero el National Institute of Mental Health americano realizó 68 estudios separados desde 1969 a 1971, de los que se dedujo que la aspirina, los tranquilizantes menores, el catarro común y en especial el alcohol producen claras alteraciones cromosomáticas. La polémica quedó zanjada poco después, cuando la revista Science declaró que «la LSD pura en dosis moderadas no lesiona cromosomas, no produce lesión genética detectable y no es teratógena o carcinógena para el ser humano». La contundencia de la declaración no era ajena a descubrirse que las informaciones distribuidas a la prensa sobre teratogenia de la LSD provenían originalmente de un grupo de alcohólicos, sometidos a tratamiento de deshabituación con ella. Como era de esperar, el desmentido de la comunidad científica recibió incomparablemente menos publicidad que el infundio previo. II. Los efectos subjetivos se parecen a los de la mescalina, si bien son todavía más puros o desprovistos de contacto con una «intoxicación» en general. No se siente nada corpóreo que acompañe a la ebriedad, al contrario de lo que acontece -en distintos grados- con cualquier otra droga. El pensamiento y los sentidos se potencian hasta lo inimaginable, pero no hay cosa semejante a picores, sequedad de boca, dificultades para coordinar el movimiento, rigidez muscular, lasitud física, excitación, somnolencia, etc. Frontera entre lo material y lo mental, el salto cuántico en cantidades activas representado por la LSD implica que comienza y termina con el espíritu; como sugirió el poeta H. Michaux, el riesgo es desperdiciar el alma, y la esperanza ensanchar sus confines. Aunque no lleguen a ser cualitativas, hay considerables diferencias entre dosis medias y altas, superiores a las existentes entre dosis altas y muy altas. La excursión psíquica, que en dosis leves y medias es contemplada a cierta distancia, se convierte en algo envolvente y mucho más denso con cantidades superiores. Las visiones siguen siendo tales -y no alucinaciones-, ya que se conserva la memoria de estar bajo un estado alterado de conciencia, y la capacidad de recuerdo ulterior. Sin embargo, ahora arrastran a compromisos inaplazables ante uno mismo y los demás. Convencimientos y percepciones beatíficas alternan con un desnudamiento de los temores más arraigados, dentro de un trance que del principio al fin desarma por su esencial veracidad. Balsámica o inquietante, la luz está ahí para quedarse, iluminando lo que siempre quisimos ver -sin conseguirlo del todo- y también lo que siempre quisimos no ver, lo pasado por alto. Esto no quiere decir que las experiencias carezcan de un tono general más glorioso o más tenebroso, sino tan sólo que esas dimensiones nunca resultan disociables por completo. A mi juicio, las experiencias más fructíferas son aquellas donde se recorre la secuencia extática entera, tal como aparece en descripciones antiguas y modernas. Por este trance entiendo una primera fase de «vuelo» (subida es el término secularizado), que recorre paisajes asombrosos sin parar largamente en ninguno -viéndose el sujeto desde fuera y desde dentro a la vez-, seguida de una segunda fase que es en esencia lo descrito como pequeña muerte, donde el sujeto empieza temiendo volverse loco para acabar reconociendo después el temor a la propia finitud, que una vez asumido se convierte en sentimiento de profunda liberación. Es algo parecido a cambiar la piel entera, que algunos llaman hoy acceso a esferas transpersonales del ánimo. Bajo diversas formas, he atravesado esa secuencia en cuatro o cinco ocasiones. La primera vez, hace más de dos décadas, sobrevino tras la necedad de tomar LSD para soportar mejor una velada con gente aburrida, y la última -hace pocos años- se produjo con una dosis alta del fármaco, quizá algo superior a las 1.000 gammas. La inicial selló el tránsito de juventud a primera madurez, y la última marcó una aceptación del otoño vital. En realidad, fueron trances tan duros que no percibí entonces su aspecto positivo o liberador; solo en experiencias ulteriores, de maravillosa plenitud, comprendí que con el recorrido por lo temible había pagado de alguna manera mis deudas, al menos en medida bastante como para acceder sin hipoteca a estados de altura. Si tuviera que matizar la diferencia entre LSD y otros visionarios de gran potencia, diría que ninguno es más radiante, más nítido y directo en el acceso a profundidades del sentido. Eso mismo le presta una cualidad implacable o despiadada, que no se aviene al fraude y ni tan siquiera a formas suaves de hipocresía, apto sólo para quienes buscan lo verdadero a cualquier precio. Y diría también que para ellos guarda satisfacciones inefables. La amistad, el amor carnal, la reflexión, el contacto con la naturaleza, la creatividad del espíritu, pueden abrirse en universos apenas presentidos, infinitos por sí mismos. Como dijo Plutarco, tras iniciarse en los Misterios de Eleusis: «Uno es recibido en regiones y praderas puras, con las voces, las danzas, la majestad de las formas y los sonidos sagrados.» III. A fin de decidir sobre usos sensatos e insensatos, lo primero es, tener presente que «las formas y los sonidos sagrados» -según el mismo Plutarco- vienen luego (o antes) del «estremecimiento y el espanto». Si la LSD consistiera solamente en tener delante de los ojos bonitos juegos calidoscópicos, viendo cómo los colores se convierten en sonidos y viceversa, gozaría sin duda de gran aceptación como pasatiempo físicamente inocuo; pero los cambios sensoriales se ven acompañados de una profundización descomunal en el ánimo, que empieza borrando del mapa cualquier servidumbre con respecto a pasatiempos. Se trata, pues, de televisores que no requieren aparato, y de grandiosos cuadros que no requieren luz para ser contemplados; pero no de visiones que se muevan oprimiendo el botón de canales, o que no nos comprometan radicalmente en un viaje de autodescubrimiento. Llamativo resulta que ese viaje de autodescubrimiento lleve pronto o tarde a la crisis del yo inmediato, haciendo que el sí mismo se amplíe a regiones antes desocupadas, y abandone otras consideradas como patria original. Precisamente esta capacidad de reorganización interna determinó los principales usos médicos de la LSD mientras fue legal. Herramienta privilegiada para acceder a material reprimido u olvidado, la sustancia se usó con «éxito» -según psiquiatras y psicólogos- en unos 35.000 historiales de personas con distintos trastornos de personalidad, sin que los casos de empeoramiento o tentativa de suicidio superasen los márgenes medios observados con cualquier otra psicoterapia. También se observaron sorprendentes efectos en el tratamiento de agonizantes, pues el 75% de los enfermos terminales a quienes se administró pidió repetir, y el personal hospitalario pudo detectar grandes mejoras en cuanto a llanto, gritos y horas de sueño se refiere; de hecho, resultó mucho más eficaz para aliviar sus últimos días que varios narcóticos sintéticos usados como término de comparación. La experiencia médica, y la psicoterapéutica en particular, pusieron en claro lo previsible: que el tratamiento con LSD no rendía buenos resultados para el conjunto de personas llamadas «psicóticas», y que sólo parte de los «neuróticos» respondía adecuadamente. También se observó que una proporción abrumadoramente alta de los «sanos» (casi el 90%) respondía de modo positivo y hasta entusiasta a sesiones bien preparadas. A mi juicio, no hay duda alguna de que la LSD tiene un potencial introspectivo quizá inigualable, y que posee usos estrictamente médicos de gran interés. Como penúltima cuestión resta saber hasta qué punto es también una droga para festejar, en reuniones que excedan el marco de grupos muy restringidos. Actos de este tipo tuvieron su culminación en Woodstock, cuando medio millón de personas convivieron en un mínimo espacio durante tres días, sin provocar ningún acto de violencia. Aquello tuvo bastante de milagro, como los masivos festivales psicodélicos previos, y durante esos años asistí a varias celebraciones -mucho más modestas pero multitudinarias también- donde el fármaco no produjo el menor brote de agresividad suicida o dirigida hacia otros, sino más bien todo lo contrario, con torrentes de afecto y comprensión. A pesar de ello, hoy sería más cauteloso, y (cuando menos en mi territorio) no «viajaría» nunca con personas desconocidas. Para ser exactos, no aceptaría tampoco una dosis de LSD venida de alguien que no fuese de mi entera confianza -y que no la hubiese probado antes. La última cuestión es determinar si este fármaco puede enloquecer al que no era previamente «loco». No he conocido ningún caso semejante, y creo haber tenido experiencias con un número próximo al millar de personas. He visto mucho sufrir, y mucho andar perdido, empezando por mí mismo, pero no a alguien que perdiese el juicio duraderamente; más bien he visto a personas bendiciendo el momento en que les hizo decidirse a entrar en la experiencia visionaria, entregadas con toda su alma al amor y la belleza de lo real. Para ser exactos, la experiencia más aterradora de cuantas recuerdo tuvo por sujeto a un joven psiquiatra, que llegó a la casa de campo donde celebrábamos una tranquila sesión, y al enterarse de ello se lanzó a un largo discurso sobre psicosis permanentes y lesiones genéticas. Alguien tuvo la ocurrencia de preparar té y -una vez bebido- sugerir a aquel hombre que contenía LSD. Eso bastó para lanzarle a un violento ataque hipocondríaco, donde pasó de la amenaza de infarto a la parálisis muscular, y de ésta a una crisis de hígado, con agudos dolores que iban cambiando de localización. Conscientes de que no había LSD en el té -y literalmente paralizados por las carcajadas-, no nos dimos cuenta de la gravedad del caso hasta que vimos al sujeto precipitarse en mangas de camisa por un denso campo de chumberas, mientras gritaba que pediría ayuda a la Guardia Civil. Cuando ya estaba hecho un acerico, logramos que nos permitiera llevarle en coche a su hotel, y le juramos por nuestras vidas que su cuerpo estaba libre de toda intoxicación. Sin embargo, visitó efectivamente el cuartelillo de la Benemérita algo después (para desdicha nuestra), y durmió esa noche en la unidad de urgencias de un hospital, curándose el supuesto envenenamiento con buenas dosis de neurolépticos. Esto sucedió en 1971, y tengo entendido que actualmente es considerado una eminencia en toxicología. Al revés de lo que sucede con casi cualquier droga, la dosis leve de LSD no es más segura o recomendable que la media, e incluso que la alta. Dosis leves seguirán prolongando su efecto durante seis o siete horas, y sugiriendo una excursión psíquica profunda, pero, ponen al viajero en la tesitura de quien debe auparse para mirar al otro lado de un muro, en vez de sentarle sobre el muro mismo, con todo el horizonte a su disposición. Tener que auparse suscita a veces desasosiego, así como una vacilación entre lo rutinario y lo extraordinario, pensando que el viaje ha concluido antes de tiempo, o no va a acontecer. Estos inconvenientes no los padece quien va sobrado de dosis, porque el caudal de sensaciones y emociones le sugiere digerir por dentro sus descubrimientos. Si dosis leves producen una estimulación psicodélica, dosis medias y altas convierten ese estoy-no estoy en una realidad psicodélica, que tiene sus propios antídotos para las dudas. Me parece un buen ejemplo de infradosis con LSD el de una mujer joven y grande, que tomó 100 gammas en una playa, para pasar allí la noche con un grupo de amigos. Inquieta, en parte por la persistencia de lo habitual, horas después decidió volver a su casa, sola, y puso en marcha una cadena de peligrosos disparates. Condujo 20 retorcidos kilómetros, asaltada de cuando en cuando por distorsiones perceptivas, comprendió que seguía viajando, fue a una discoteca -donde se sintió aún más sola- y tras varias peripecias (entre ellas una violación frustrada) acabó saludando la salida del sol con lágrimas de arrepentimiento. Empleando una dosis de 200 gammas no habría pensado siquiera en coger el coche.
Antonio Escotado, de Aprendiendo de las drogas – Usos y abusos, prejuicios y desafíos
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