Patético en su desmesurada elocuencia, arrogante en su calculada idiotez, el profesor representa la nunca pudorosa maquinación de un poder que persigue estrechar el deseo volviéndolo esclavo de un discurso envolvente que, sin fisuras, paraliza la acción, silencia la comunicación, aborta el razonamiento y transforma la voluntad en un apéndice putrefacto de designios ajenos, viciando al irrestricto "yo" de ese otro que crece a expensas de sus circunstanciales espectadores que pagan con el silencio lo que aquel cobra en forma de "beca" o de otro fiasco parecido, verdadera razón de ser de sus minúsculos intereses, siempre reñidos con la decencia intelectual.
Obsecuentes y oportunistas, actúan como mercaderes de ideas y tratan a sus víctimas como compañeros de rapiñas, aunque no dudan en esconder sibililamente su tesoro, muchas veces una teoría cuyo conocimiento importa la articulación de un rito iniciático en el que el "maestro" corrige nuestras muchas taras, porque con toda evidencia, solo él está capacitado para inspirar el ansia de conocimiento a la que es preciso dotar de uniformidad para evitar eventuales desviaciones.
Requisito sine qua non: El sepulcral silencio, una especie de duelo intelectual hipócrita, pero no resentido, debe acompañar su teatralización, que como mal actor que es, a veces olvida el libreto, sin capacidad alguna para la improvisación pues está atado a un tipo de discurso que repetido hasta el cansancio vuélvase fatal letanía; la clase es un mantra continuo que hastía y agobia, que jamás inspira.
Grupos de niños escuchan su prédica. Obedientes, balbucean torpes palabras, nunca significativas, a modo de palotes orales en las que siempre parecen faltar ideas. Estas son solo hipertrofiadas versiones de lo que el maestro ha repetido, pero con menos ingenio.
El horror vacuí jamás se siente en el aula. El "grupo" actúa como amparo de voluntades seccionadas, divididas, y el interés principal de los niños radica en conseguir, cuanto antes, su ciclo de madurez para poder repetir el ciclo. Emulando a sus amados padres, sin ambivalencia, pues es del todo evidente que nunca han tenido la capacidad de odiar. Recordémoslo, ellos no sienten.
El deseo vaciado, vuelve a los individuos clones de sus maestros, semilla nutriente, semental del intelecto. El maestro penetra a los alumnos y el sexo violado los transforma andróginamente en iguales y por ello se ríen torpemente y se prodigan arrumacos y caricias para exacerbar su fantasía masturbatoria, prisioneros de si mismos, bellos y narcisistas, olvidan en la clase sus horribles y detestables vidas a las que hipotecaron desde siempre con las propinas que reciben mensualmente como salarios.
Unos y otros han erradicado la angustia de sus elementales vidas, una cuña mental se interpone ante ellos mismos y la duda es vista como debilidad, la contradicción como herejía. La única y central preocupación es verse bellos, y no logran entender (el profesor nunca lo informa) como es ello posible cuando al deseo lo han resignado y cedido a otros más fuertes, en múltiples sustituciones de padres que no han tenido. Desamparados los niños vuelven sus caras hacia la figura más próxima y enajenante. La violación se consuma y ni siquiera ha habido dolor.
El maestro ha roto el silencio.
Obsecuentes y oportunistas, actúan como mercaderes de ideas y tratan a sus víctimas como compañeros de rapiñas, aunque no dudan en esconder sibililamente su tesoro, muchas veces una teoría cuyo conocimiento importa la articulación de un rito iniciático en el que el "maestro" corrige nuestras muchas taras, porque con toda evidencia, solo él está capacitado para inspirar el ansia de conocimiento a la que es preciso dotar de uniformidad para evitar eventuales desviaciones.
Requisito sine qua non: El sepulcral silencio, una especie de duelo intelectual hipócrita, pero no resentido, debe acompañar su teatralización, que como mal actor que es, a veces olvida el libreto, sin capacidad alguna para la improvisación pues está atado a un tipo de discurso que repetido hasta el cansancio vuélvase fatal letanía; la clase es un mantra continuo que hastía y agobia, que jamás inspira.
Grupos de niños escuchan su prédica. Obedientes, balbucean torpes palabras, nunca significativas, a modo de palotes orales en las que siempre parecen faltar ideas. Estas son solo hipertrofiadas versiones de lo que el maestro ha repetido, pero con menos ingenio.
El horror vacuí jamás se siente en el aula. El "grupo" actúa como amparo de voluntades seccionadas, divididas, y el interés principal de los niños radica en conseguir, cuanto antes, su ciclo de madurez para poder repetir el ciclo. Emulando a sus amados padres, sin ambivalencia, pues es del todo evidente que nunca han tenido la capacidad de odiar. Recordémoslo, ellos no sienten.
El deseo vaciado, vuelve a los individuos clones de sus maestros, semilla nutriente, semental del intelecto. El maestro penetra a los alumnos y el sexo violado los transforma andróginamente en iguales y por ello se ríen torpemente y se prodigan arrumacos y caricias para exacerbar su fantasía masturbatoria, prisioneros de si mismos, bellos y narcisistas, olvidan en la clase sus horribles y detestables vidas a las que hipotecaron desde siempre con las propinas que reciben mensualmente como salarios.
Unos y otros han erradicado la angustia de sus elementales vidas, una cuña mental se interpone ante ellos mismos y la duda es vista como debilidad, la contradicción como herejía. La única y central preocupación es verse bellos, y no logran entender (el profesor nunca lo informa) como es ello posible cuando al deseo lo han resignado y cedido a otros más fuertes, en múltiples sustituciones de padres que no han tenido. Desamparados los niños vuelven sus caras hacia la figura más próxima y enajenante. La violación se consuma y ni siquiera ha habido dolor.
El maestro ha roto el silencio.
Porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones:
Seamos realistas, pidamos lo imposible.
Seamos realistas, pidamos lo imposible.
Groucho Marx, El Bolsón, Mayo 2008.